UNA GEOGRAFÍA SENTIMENTAL “La observación de la naturaleza y la meditación han genera- do el arte” CICERÓN Al hablar del trabajo pictórico de Annabel Andrews –una ar- tista, digámoslo cuanto antes, poseedora de una trayectoria coherente y singular, lejos de los ruidos mediáticos de lo efímero y lo espectacular- me he referido ya anteriormente a su constante diálogo con la naturaleza; una mirada reflexiva que se inserta dentro de ese ámbito de observación y medi- tación (dos palabras que, inevitablemente, siempre acaban rimando) del que nos hablaba Cicerón. Esta actitud de diálogo hacia el mundo de lo natural se tra- duce, como ocurre con tantos otros pintores –aparentemen- te- abstractos, en una interpretación personal del paisaje. Según señala Javier Maderuelo el concepto paisaje es un constructo, una elaboración mental que realizamos a partir de ‘lo que se ve’ al contemplar un territorio, un país. El paisaje no es, únicamente, un objeto ni un conjunto de objetos configurados por la naturaleza o transformados por la acción humana, ni siquiera el medio físico que nos rodea o sobre el que nos situamos, será también el conti- nuum de factores culturales y estéticos que definen, signan y representan un territorio, un lugar o un paraje. Toda reflexión sobre el paisaje, sobre la naturaleza, com- porta una posición subjetiva, interior, una mirada más cerca- na a lo sublime que a la mera reproducción exterior de su fi- sicidad. “Lo sublime” –dirá Kant en su Crítica del Juicio- “no está contenido en ningún objeto de la naturaleza exterior, solo en nuestra mente, en nuestra naturaleza interior…” Estoy seguro de que esa idea-pulsión de lo sublime está del mismo modo presente en estas últimas obras que ahora nos presenta. Un diálogo que habita a partes iguales en la mira- da del artista y en los escenarios externos de todo aquello que le rodea. Otro explorador de lo sublime, Gaspar David Friedrich, nos dirá también: “un pintor debe pintar no sólo lo que ve ante sí, sino también lo que ve en el interior de sí mismo”. Y eso es lo que yo creo que son en esencia estos cuadros: un re- trato introspectivo y dual de lo que Annabel ve en su propio interior; una suerte de instantáneas mentales o, por decirlo de otro modo, una geografía sentimental del alma, producto de lo que provoca dentro de ella la arrobada contemplación de la naturaleza. Tras la idea (el sentimiento), la forma. Compositivamente, los lienzos de nuestra artista (de)muestran una evidente querencia por las estructuras verticales. El cuadro, como si se engendrara a partir de una línea horizontal, parece –lite- ralmente- derramarse sobre la tela. Esta verticalidad le per- mite acentuar la presencia, siempre leve y sutil, de alguna huella de “realidad”: el fragmento de la orgánica copa de un árbol recortándose sobre el cielo; la orgullosa nobleza de un tronco, erguido como un lingam ancestral y milenario; los nerviosos y lineales brazos de las ramas, a veces curvos, a veces casi rectos… Amores verticales, captados en tantas ocasiones por el siempre abierto diafragma de sus ojos (y de su corazón), durante sus paseos por los parajes-paisajes escurialenses. Sólo en una ocasión esta verticalidad se va a transformar en el alargado cuerpo que albergará, como un embalse de azules, la húmeda sonrisa horizontal del agua.
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